Sigo leyendo el relato que nos regala Keith Douglas de la Guerra del Norte de África, ALAMEIN TO ZEM ZEM, editado por Faber Finds en inglés. No sabía que noventa años después una señora que lleva una vida de comodidades y paz se sentiría fascinada por su gramática y sus descripciones, por la narración entera tal y como la ha planteado. Él sólo escribió y escribió, seguramente porque no podía evitarlo. Un relato de lo que experimentaron millones de soldados: un periplo en el que se van ocupando de sus armas, de sus compañeros, de los agradables y de los desagradables, de comer y de beber mucho té -era británico-, de cómo es el terreno por que avanzan, tan exótico. Él añade sensaciones singulares por su elevada sensibilidad, como las impresiones escuchando las comunicaciones por radio durante la acción de guerra. Pero la batalla se va haciendo enorme y pesa como plomo, nunca mejor dicho, apabullante, y todo empieza a romperse: el tanque en el que viaja, las comunicaciones, las certezas, las cabezas y las piernas, de repente se ve solo, no sabe adónde ha ido su regimiento ni los colindantes, sólo llueven proyectiles y sólo se encuentra con compañeros rotos o escondidos en condiciones que serían humillantes en cualquier otra situación. Todo se le estropea excepto el miedo a caer prisionero, que le domina. Entorno patético e incomprensible para nosotros, con unos niveles de hostilidad que nos resulta imposible comprender por mucha imaginación y empatía que luzcamos, y a pesar de su apreciable narración, agradecible, asombrosa. Me entusiasman los detalles cotidianos y minuciosos que van por sus derroteros hasta que acaban en un hospital de campaña. Llena milagrosamente el vacío que sentí al verme incapaz de inventar algo así para el protagonista de mi novela, a pesar de las ganas.